miércoles, 23 de julio de 2025
sábado, 19 de julio de 2025
Ideologías y diccionarios
Me recomendaba ayer ME con entusiasmo el libro que va leyendo estos días, Hasta que empieza a brillar (2025), de Andrés Neuman, una biografía novelada de María Moliner, autora del magistral Diccionario de uso del español. Por mi parte, le conté cómo en la edición que tengo de ese diccionario, la reimpresión de 1983, la entrada “falange” aparece tachada con una equis, porque la primera vez que la consulté me pareció necesitada de revisión y nueva redacción.
En efecto, además de referirse a la formación en filas compactas de los soldados de infantería en la antigua Grecia; a una agrupación de personas, armadas o no, que se reúnen con determinados fines, y a los huesos de manos y pies (falange, falangina, falangeta), María Moliner dedicó unas líneas a la retahíla Falange Española Tradicionalista y de las JONS, destacada en versalitas, incurriendo en lo que hoy nos parece uso injustificado de la palabra criptograma (texto escrito en clave), en lugar de sigla o acrónimo; aclara también entre paréntesis que la lectura de JONS es “Juventudes Obreras Nacional-Sindicalistas”, comprobándose aquí una lectura inusual, cuando la más comúnmente admitida es “Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista”, organización política fascista, creada por Onésimo Redondo y Ramiro Ledesma, fusionada con Falange Española Tradicionalista en febrero de 1934. Suponemos que en esa lectura de “Juventudes Obreras” en lugar de “Juntas de Ofensiva” pudo influir el modismo “Frente de Juventudes”, más que usado y requeteusado para nombrar la sección juvenil de Falange en los años 40, encargada de reclutar y adoctrinar a margaritas, flechas y pelayos en los principios del Movimiento Nacional.
Pero no es la precisión léxica –criptograma por sigla, juventudes obreras por juntas de ofensiva, o la abreviación de Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista en un simple “la Falange” o “Falange Española”– la que más nos interesa ahora, sino la ideológica. Durante cinco líneas, el diccionario de uso se convierte en diccionario enciclopédico y la autora sintetiza la historia del partido único: «Agrupación fundada por José Antonio Primo de Rivera con un ideario basado en el del fascismo italiano, la cual dio el tono político al levantamiento militar con que se inició la última guerra civil española y sigue siendo el soporte del actual régimen español».
Cuando taché la entrada con aquella equis a bolígrafo corrían como mínimo los años 1983, 1984. Para entonces, el PSOE se había impuesto en las elecciones autonómicas andaluzas de mayo y en las generales de octubre de 1982. Tras la Operación Galaxia y la intentona del 23 de febrero, seguía oyéndose ruido de sables en los cuarteles y menudeaban las provocaciones de la extrema derecha (organizaciones de excombatientes, falangistas, militares recalcitrantes). Debió de ser en un momento de euforia y esperanza democrática, con 26 o 27 años, ya profesor, con mucho camino por delante, con la arrogancia y el optimismo de la juventud: lo mismo que había comenzado para mí una nueva etapa vital –trabajo, independencia económica, amores, viajes, amistades–, el país se había adentrado en una nueva etapa histórica, en un proceso político que pasaba por defender la democracia, deshacerse del lastre franquista, ofrecer esperanza y perspectivas de bienestar y felicidad a los españoles. El país tenía nueva Constitución. Era el momento. Por eso tracé la equis. Ya estaba bien de franquismo, de camisas azules y de principios del Movimiento, de contubernios judeo-masónicos y de hordas marxistas vendidas al oro de Moscú. Que me perdone doña María, pero me salió del alma cruzar aquellas dos líneas.
Ahora que han pasado más de cuarenta años entiendo de otra manera aquel breve explayarse, aquel decir sintético, valiente y certero, que declaraba la naturaleza totalitaria y violenta del falangismo (la dialéctica de las pistolas) que sustentó ideológicamente el golpe militar del 18 de julio, que provocó la guerra civil –oh, el dramatismo de ese adjetivo, “la última guerra civil”, como si el destino de los españoles fuesen las banderías antagónicas, el enfrentarse a muerte, el cainismo, la lucha a garrotazos–, la muerte de miles y miles de compatriotas y la instauración de una dictadura represiva, encabezada por un caudillo cuya autoridad emanaba de Dios.
Mucho decía María Moliner en aquellas cinco líneas, pero bastante más sugería. La entrada sobre FET y de las JONS aparecida en la primera edición de su diccionario de uso, publicado entre 1966 y 1967, adelantaba limpiamente por la izquierda la tardía acepción de «falange» dictada por los señores académicos, que a fuer de objetividad y para no meterse en camisa de once varas, cayeron en la parquedad más evidente: «Movimiento político y social iniciado por José Antonio Primo de Rivera en 1933». Esto podía leerse en las tres ediciones del diccionario de la RAE (1970, 1984 y 1989), no ya en la de 1992, en la que desaparece toda referencia al partido político fascista.
Algo parecido ocurre con otra palabra clave en la historia de nuestro país. En el DRAE de 1914, y hasta la edición de 1927, el término «república», entre otras acepciones, se define como «Estado político que se gobierna sin monarca». No anduvieron finos los académicos de la lengua: ¿Estado político? ¿Es que hay estados que no son políticos? La definición de república parece hecha mirando más a la monarquía que a la república. Si no gobierna un monarca, ¿quién lo hará? ¿Un tirano? ¿Un déspota? ¿Un dictador? ¿Un sátrapa? ¿Un consejo de sabios? ¿Designados por quién?
Para dejar claros algunos aspectos, el DRAE de 1936, imbuido de modernidad y revolución política, establece que una república es una «Forma de gobierno representativo en que el poder reside en el pueblo, personificado éste por un jefe supremo llamado presidente». Ya hemos avanzado bastante –en lugar de un monarca cuyo poder es heredado de sus mayores con la aquiescencia del mismísimo Dios, y que gobierna vitaliciamente sobre vasallos o súbditos– encontramos ahora un pueblo soberano que con su voto elige a su presidente, la máxima autoridad temporal del Estado. Esta acepción del vocablo «república» se mantiene en los diccionarios académicos hasta 1992.
Acabada la guerra, María Moliner fue depurada junto a su marido por su compromiso con la República, por su colaboración en las Misiones Pedagógicas y por la puesta en marcha del Plan Nacional de Bibliotecas Rurales. En su definición de «república», coincide básicamente con los diccionarios académicos: «Forma de gobierno en que el poder supremo (la lexicógrafa parece estar pensando en una república presidencialista) es ejercido por un magistrado (no un togado o juez, sino un representante político), llamado presidente de la república, elegido por los ciudadanos». Insisto en la fecha, 1966, al dictador, caudillo por la gracia de Dios, le quedan años de mandato. María Moliner recurre al nominalismo, presidente de la república –muy lejos de caudillo y de generalísimo–, y en la naturaleza democrática de su autoridad. Franco no entraba en esa definición. De nuevo se sugiere mucho más de lo que se dice. A mediados de los sesenta, y a pesar de la supervivencia de un amplio estrato falangista y de extrema derecha en las instituciones del país, muchos españoles tienen todavía en mente el concepto y el recuerdo republicano. La palabra «república» estaba proscrita en el lenguaje del Régimen, pero sobrevivió en el diccionario...
lunes, 14 de julio de 2025
Tres sellos austriacos
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«El hombre moderno nace en la clínica y muere en el hospital: ¿debe vivir también como en una clínica?» (I, 22).
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«La humanidad produce biblias y armas, tuberculosis y tuberculina. Es democrática con reyes y nobleza; construye iglesias y contra ellas nuevas universidades; transforma los conventos en cuarteles, pero los dota de capellanes castrenses… Ésta es la conocida cuestión de las contradicciones, inconsecuencias e imperfección de la vida» (I, 29).
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«Hemos conquistado la realidad y perdido el sueño» (I, 42).
Robert Musil, El hombre sin atributos. Seix Barral - Austral, 2021.
viernes, 11 de julio de 2025
Nuevo día
Vuela el alba en silencio sobre los campos de julio.
A las afueras del pueblo poco a poco se despliegan los colores y van ocupando su lugar. Como todos los días. Con sus matices. Oro en los pastos secos, en la mies segada, en el grano de las espigas inclinadas a la tierra.
Los azules vuelan arriba, muy arriba, donde merodea el milano y planean las cigüeñas, y a lo lejos, hacia donde los montes se perfilan en sierra.
Qué hermosura. Qué magnífica vista.
No faltan las pinceladas en primer plano, en las cunetas, de las flores amarillas del gordolobo. Ni los verdes secos de la retama y los chaparros solitarios en medio de barbechos y eriales.
En mi caminata matutina descubro perspectivas desde las que no se ve más que campo. Panoramas que podrían verse doscientos o trescientos años atrás. Esto es lo que verían unos ojos del XVIII, me digo. O cervantinos, si me apuráis.
La mirada crea el paisaje. No hay paisaje sin emoción. Sin memoria.
Huele a hinojo. A huerta recién regada. A verano de la infancia.
Siento la respiración serena del nuevo día.
Y colmado de luz vuelvo a casa.
viernes, 4 de julio de 2025
Tolerada menores
A Andrés Carpio y Pablo Pozo Novoa
No sé si en otras ciudades podían comprar los niños en los quioscos aquellos visores de plástico en forma de pirámide truncada de base rectangular, en los que se metía en la ranura de la parte más ancha un fotograma que aumentaba apenas de tamaño cuando lo mirabas por la abertura circular de la parte más estrecha y lo enfocabas a la luz. Un aparato óptico primitivo, una ingenua cámara oscura que sólo permitía ver imágenes fijas, pariente pobre de aquellos proyectores de juguete, fabricados en latón pintado de verde, con sus rollos de película y su manivela para hacer avanzar manualmente la película.
En Córdoba no los vendían en todos los quioscos. Yo los compraba en el que había junto a la iglesia del Campo de la Verdad. ¡Oh, aquellos quioscos de madera y cristal! ¡Aquellos posteriores de chapa pintada de gris! Pequeños reductos donde apenas veías el busto del hombre, paraísos de las chucherías –chicles bazooka, mistos, cangrejos de río, paloduz, cordoncillo plástico de colores para trenzar, pipas y salaíllos, anises, chupachups, monedas de chocolate en vueltas en papel de oro y papel de plata, garbanzos tostados, algarrobas, cucuruchos de trufas...–, diminutos alcázares de las delicias infantiles, admirables bazares donde comprar de todo: cigarrillos sueltos, tabaco de contrabando, piedras de mechero, cerillas, caramelos, silbatos, lupas de plástico, gafas de juguete...
Y visores de fotogramas. No recuerdo cómo los llamábamos –¿filminas?–, ni cuánto costaban. Si tenías el visor, podías comprarlos sueltos. Lo normal eran fotogramas de películas desconocidas, aunque de vez en cuando, sospechosamente, eran recortes de películas que habíamos visto en los cines del barrio (Cine Séneca en invierno; Campo de Deportes en verano). Con aquellos aparatos improvisábamos diálogos, inventábamos escenas y hasta simulábamos la música con tachanes y tarareos. Bastaba enfocar el visor a la luz y empezar a contar lo que veías y lo que imaginabas.
Aquellos trocitos de acetato, aunque mal simulacro de cine, nos consolaban especialmente en verano, cuando no teníamos una moneda de diez reales –¡Oh, tempora, contábamos en reales!– para una entrada de gradas en el Campo de Deportes. Eran una manera de seguir con las aventuras de Maciste, con los ataques sioux a las caravanas de colonos, con los desastres del Gordo y el Flaco, con el endiablado hablar de Cantinflas, con las lianas y los gritos de Tarzán, con el florete justiciero y la marca del Zorro, con la armadura y los mandobles del caballero Ivanhoe. Imitábamos los andares de Chaplin, la voz gutural del pato Donald, toda clase de impactos y efectos sonoros, nos batíamos en duelo con espadas imaginarias, lloriqueábamos mientras nos rascábamos la cabeza como Stan Laurel y andábamos a zancadas como Groucho Marx.
Ni electrodos, ni arco voltaico, ni lentes que proyectaran la imagen en pantalla. La sola y única chispa de aquellos visores de plástico era nuestra imaginación, nuestra capacidad para seguir disfrutando con el cine, con el juego, para instalarnos con una sola imagen en un mundo fantástico y aventurero donde nosotros éramos los héroes.
Cheyennes, sioux, seminolas, apaches, pies negros, mohicanos, cherokees, navajos, comanches… Una película de Burt Lancaster sobre el comercio de coco (la copra) en las islas de los Mares del Sur. Todas las películas de Tarzán-Weissmüller. La conquista del Oeste, los miles de chinos que trabajaron en la construcción del ferrocarril en Estados Unidos. La invasión de los bárbaros del Norte, la decadencia del Imperio Romano, las Cruzadas a Tierra Santa. Los desiertos con espejismos, las selvas, la sabana, las costas caribeñas, los fondos submarinos. Enterrar y desenterrar el hacha de guerra, el soplo de Manitú, la pipa de la paz (calumet) en la tienda (tipi) con los viejos de la tribu, los zapatos kiowas. Piratas y corsarios. El Sí, bwana en las películas de safaris a la caza del gran simba. Los cuatreros por los que se ofrece recompensa (reward). La amura de babor, el trinquete, la cangreja, barlovento. El SPQR en los estandartes de las legiones romanas y el Ave, Caesar, morituri te salutant en la arena de los circos. El Jao, gran jefe blanco de los nativos norteamericanos. El tener algo más trampas que una película de Fu Manchú… El cine era una segunda escuela, un espacio de aprendizaje, un libro vivo en el que aprendíamos palabras y expresiones en otras lenguas, y con el que nos iban embutiendo unas visiones maniqueas y falseadoras de la realidad, de la historia de Estados Unidos, de Europa y de las potencias coloniales en América, África y Asia, una interpretación espuria sobre los orígenes de las guerras civiles y las guerras de religión, sobre los grandes procesos migratorios, el esclavismo y las injusticias sociales, sobre el saqueo de los recursos naturales, la inmoralidad de los poderosos, la persecución y el genocidio, el recurso acostumbrado a la violencia.
Fotograma a fotograma Hollywood iba contando su historia, su versión adulterada e interesada, su obsesión capitalista y supremacista. Exactamente como Donald Trump en este día de exaltación patriótica de 2025.
lunes, 30 de junio de 2025
Nómadas
Desde los siete a los dieciséis, no viví más de dos años seguidos en el mismo lugar. Once traslados, según consta en el expediente de mi padre, que solicitaba el regreso a la capital el mismo día que llegaba a un nuevo destino, en la provincia o fuera de ella. Entre pueblo y pueblo, unos meses, nunca más de año y medio, en Córdoba, en la calle Altillo.
Así me crié. Entre mudanza y mudanza. Así tuve que aprender a despedirme de mis amigos. A tragarme las lágrimas. A soportar la incertidumbre, el salto al vacío de ser el nuevo en el cuartel, en la escuela, en tu propia casa, a la que llamábamos pabellón. Yo era un muchacho de los pabellones. Hijo de guardia civil. Alguien sin raíces.
Ese trajín e inestabilidad repercutía en mi forma de hablar, en mi vocabulario, o en sus carencias, cuando llegaba a un lugar nuevo, incluso cuando regresaba a Córdoba después de un tiempo fuera, de manera que de una aldea seseante y con fuertes aspiraciones de origen arábigo (Fuentejama por Fuente Alhama, garbansos), pasaba a la Córdoba con un sesear distinto y de abierto vocalismo (¿Vamos al sinε –muy cerca de sina– esta noche?, decía mi vecino Antoñín), para llegar al ceceo de Huelva (zartén) o a Los Pedroches, donde se distinguía entre casa y caza, todo lo cual se traducía en titubeos sonrojantes a veces como censiyez, paciensia, ceresa, nesecidad o zusezo… A esta inseguridad articulatoria había que añadir la variación léxica, las distintas o nuevas palabras para llamar a las cosas (pleita, jáquima, alcancía), a las comidas (mojete, mostachos, turrolate, allozas), a los juegos (tala, zumillo, látigo, Sevilla eléctrica), a las chucherías (sara, trasto, regaliz) en un sitio u otro.
Iba también de añadidura al lingüístico el desarraigo paisajístico. Según cumplía años de errancia civilera iba sintiendo que no tenía un paisaje que pudiera llamar mío –La Sierra del Alcaide, con sus víboras y sus cuevas para las brujas, con sus almendros en flor y sus olivares en pendiente, con el frío y los sabañones. El corazón salvaje de Sierra Morena en el poblado de la presa del Bembézar. Los bosques de eucaliptos a orillas del Odiel. La dehesa extrema de Los Pedroches. La vista de la sierra de Córdoba desde el pabellón de la calle Altillo–; iba comprobando que no había un único paisaje que pudiera identificar con mi infancia, con mi adolescencia. Y fabulaba que de mayor no tendría un sitio al que volver, un sitio donde ser enterrado junto a los míos. Porque los míos andaban ya desperdigados, lejos de sus raíces –Cuenca, Murcia, La Mancha, Córdoba–, vagando de puesto en puesto, guardia civil caminera, con la familia a cuestas.
No veía el niño o el adolescente que eras entonces ventaja alguna en aquella alternancia y diversidad, en aquella continua provisionalidad, en aquel nomadismo funcionarial de tu padre, en aquel andar de continuo preparando embalajes, viendo las sucesivas casas –pabellones– manteladas y desmanteladas, armando y desarmando camas, mesas, armarios, grapando cables de la luz, montando y desmontando portalámparas, taladrando tabiques, adjudicando habitaciones, colgando y descolgando el crucifijo, las repisas de cristal y el espejo del aseo, enroscando y desenroscando cáncamos para los visillos de las ventanas, seleccionando ropas y zapatos, juguetes, que no subirían al camión de la mudanza, las mantas envolviendo el espejo de la coqueta, protegiendo de roces el tablero de la mesa del comedor o las puertas acristaladas del aparador, el camión en la puerta o en el patio del cuartel, con un coro de niños y mayores curiosos, como si llegara el circo o los feriantes, y tú entrando y saliendo, llevando bultos, cansado, con hambre, con vergüenza delante de todos aquellos desconocidos.
La mudanza era un trastorno completo para la familia. Desde que mi padre anunciaba su nuevo destino hasta que salíamos del lugar en el camión o en un taxi, todos entrábamos en un periodo de excitación, mezcla de incertidumbre y de nostalgia por lo que íbamos a dejar atrás. Yo acompañaba a mi padre a las carpinterías y almacenes en busca de tablas y listones para los embalajes y le ayudaba a desclavar las cajas de tabaco que nos daban en los estancos, que entonces eran de madera y muy pesadas. También me encargaba de recoger las herramientas y alargárselas a mi padre cuando estaba subido a una escalera o de rodillas en el suelo desmontando un enchufe. Mi madre y mi hermana comenzaban primero con la vajilla del aparador, que no se usaba a diario, luego con la ropa y con el menaje de la cocina. Los días previos a la mudanza la casa era un laberinto de cajas, maletas, muebles desmontados cubiertos con mantas y colchas, atados con cuerdas, cajones vacíos, paquetes y bultos de ropa. La noche anterior al traslado, recogidos ya todos los enseres, excepto cuatro platos y una sartén donde mi madre freía unos huevos y unas tajadas de carne o de chorizo, la última cena a la luz pelada de una bombilla y dormir sobre los colchones en el suelo.
Al principio, cuando más pequeños, a mi hermana y a mí nos divertía aquel trajinar, aquel dédalo de bultos y de muebles, aquella curiosidad que despertaba en los demás la llegada o la partida del camión de la mudanza, pero según íbamos cumpliendo años y disfrutando el tener amigos de los que nos teníamos que separar, las mudanzas nos ensombrecían el ánimo.
miércoles, 25 de junio de 2025
La flor del trujimán
La Trifolia triloquens habita las oquedades de las paredes interiores de los pozos y florece cada tres años en lo más crudo del invierno. Su uso está documentado por el copista anónimo de un pequeño cenobio visigodo del siglo VII ubicado en la Sierra de Mogábar: Flos eloquentiae in convento Mogabar a librariis usus est.
A comienzos del siglo IX, en su tractatus sobre las hierbas y plantas de Fash-el-Ballut, Anselmo El Herbolario nos ofrece la receta –1/2 libra de romero en polvo; 1 onza de raíz de chicoria; ½ cuartillo de aguardiente de retama; 1 dedal de aceite de almendras dulces; ½ dracma de enebro; y tres flores secas pulverizadas de Trifolia loquens; todo en un cocimiento con 1 cuartillo de vino blanco– utilizada por los bibliotecarios del convento Mogábar, que proporcionaba durante un ciclo lunar el don de lenguas en hebreo, arameo y griego, tiempo que aprovechaban para pasar al latín textos de viejos pergaminos de asunto vario.